El periodista inglés y tecno-gurú Symon Reynolds sugiere que la música electrónica no es comunicación sino comunión y que el intérprete importa bien poco, casi nada, es un faceless sin rostro, alguien no visualizable.
Quizá sea así ahora, en tiempo de sobrevaloración de los instintos primarios. ¿Quién mejor que una máquina para construir nuestro paisaje sonoro cuando somos tweeteadores de lo que otros dicen, reduciendo la vida a un proceso frío?
¿Fue siempre así la música electrónica? ¿De placer superficial antes que intelectual, de piel antes que de profundidad?
Hace unos días se difundió la noticia de la muerte, por un cáncer de estómago, de Conrad Schnitzler. Tenía 77 años y había dedicado más de cuarenta a la música electrónica. Su discografía es casi inabarcable: un centenar de discos y un número superior de cintas de casete de distribución reducida.
Schnitzler era uno de los pilares de la electrónica alemana, fecundada en los años sesenta dentro del llamado krautrock, el estilo-fusión nacido del experimentalismo, el free jazz, las drogas psicodélicas y el anarquismo.
La libérrima concepción abierta de la música que secundaba el movimiento (Can, Amon Düül II, Ash Ra Tempel, Faust, Popol Vuh, Neu!…) influyó de modo notable en algunos de los géneros más radicales de las últimas décadas, desde la música industrial y el ambient hasta el punk y todas sus bastardías.
Nacido en Düsseldorf y alumno durante algunos años del escultor de la grasa y el fieltro, Joseph Beuys, que predicaba la democratización del arte desde un punto de vista biológico (“todo ser humano es un artista y cada acción, una obra de arte efímera como la vida”), Schnitzler llegó a Berlín en el momento justo, 1967.
Junto con su amigo Hans-Joachim Roedelius, también ex alumno de Beuys, y aprovechando el ánimo colectivista de aquel tiempo dulce, se hizo con un local para montar sesiones musicales: el Zodiac Free Arts Labs, un sótano del distrito de Kreuzberg donde se ponía en práctica el aserto de que en el absurdo se cobijan casi todas las formas de arte.
Quienes vivieron las noches del Zodiac podrían contradecir con experiencias personales las afirmaciones teóricas de Simon Reynolds citadas al comienzo de esta entrada: la música electrónica era comunión y acción, tenía corazón y genealogía. En el club, frecuentado por la bohemia berlinesa, hacían ensayos abiertos, a veces de hasta cinco horas de duración, Tangerine Dream, el trío seminal del krautrock en el que Schnitzler tocaba el órgano y practicaba la teoría de la música encontrada al azar. Participó en el primer disco del grupo, Electronic Meditation, editado en 1970.
Incansable, Schnitzler tocó también (con Rodelius y Dieter Moebius) en Kluster (que con el tiempo se llamarían Cluster), un trío de música industrial que tuvo muy poca resonancia en su tiempo pero fue reivindicado como precursor años más tarde por Brian Eno y otros patriarcas de la música oblicua.
A partir de los años setenta se concentró en sus trabajos en solitario, en los que exploró texturas y frecuencias electrónicas.
Nunca cayó en los excesos descriptivos de los grupos de techno-pop ingleses y siempre prefirió moverse por terrenos expresionistas y modulares. Le importaba más la textura que la melodía. Aquí puede escucharse en streaming un concierto que deja en claro su propuesta.
En su página web hay muchas muestras de la obra prolífica de este músico al que no le preocupaban demasiado las corrientes, tendencias o electrochoques mediáticos de la modernez.
En España apenas era conocido. Esa circunstancia, unida a su muerte, me aconsejan traerlo a Top Secret, la sección de este blog donde nos ocupamos de zonas en penumbra.
Cuando le diagnosticaron el cáncer, Schnitzler comenzó a trabajar con mayor ahinco. Cuatro días antes de morir terminó su último trabajo.
Desde hace meses había comenzado a enviar mechones de su pelo para que fuesen enterrados en distintas partes del mundo. Allá donde se lo pedían, mandaba un mechón. Llamó al proyecto Global Living (Vida global) y lo explicó de una forma inocente en un pequeño texto:
Desde hace tiempo me estoy globalizando
¿Por qué vivir en un sólo país?
¿Por qué dormir en un sólo país?
¿Por qué ser enterrado en un sólo país?
Ahora que vivimos y pensamos globalmente
¿Por qué vivir en un sólo país?
¿Por qué dormir en un sólo país?
¿Por qué ser enterrado en un sólo país?
Ahora que vivimos y pensamos globalmente
Me gustaría residir en muchos bellos lugares del mundo
Sin tener que moverme del lugar en el que estoy
Envío mi ADN (my pelo) a esos lugares
Para estar en ellos
Estaré en muchos sitios pese a estar muerto
Que nadie venga a mi tumba en Berlín
Mis amigos pueden visitarme en el mundo entero
Sin tener que moverme del lugar en el que estoy
Envío mi ADN (my pelo) a esos lugares
Para estar en ellos
Estaré en muchos sitios pese a estar muerto
Que nadie venga a mi tumba en Berlín
Mis amigos pueden visitarme en el mundo entero
Hay ADN de Conrad Schnitzler en nueve emplazamientos. Uno de ellos es la Laguna Verde de Lanzarote, en el lugar señalado en la foto por la palabra Con -nombre de guerra del músico-.
También hay restos en un árbol camino del Fuji, en un parque de Liverpool, en una montaña y en una cresta sobre un fiordo en Noruega, cerca del Polo Norte, en un bosque alemán…
Durante una época de su vida Schnitzler solía pasear con dos reproductores de cinta y un altavoz colgados al cuello. Repartía sonidos.
El envío de células de su cuerpo a varios lugares del planeta completa el ciclo: la energía derramada al azar es una de las bases de la música electrónica.
¿Seres sin rosto? Al contrario: puedo imaginar la sonrisa de Schnitzler, amplia como el orden en el desorden de su obra musical y el mapa del ADN que ha repartido por el mundo.
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