Concepción Moreno / El Economista
Mucha gente. Muchísima. Fila para todo: fila inmensa para las cervezas y (en consecuencia) fila infinita para el baño. Fila para entrar, para la comida, para comprar souvernirs, para tomarse fotos en una dizque playa y hasta para cargar la pila del celular. Los muchísimos fans.
Es el Coronal Capital Fest, la nueva gran cosa que ha llegado a las agendas rockeras. Nos prometieron el primer festival de primer mundo en México. El menú musical no tiene falla, de Le Butcherettes a Interpol, de The Temper Trap a James, lo que uno espera degustar es una balanceada dieta del mejor rock de las últimas dos décadas.
Pero las letras chicas y medianas del cartel no son las que traen al 90% de los asistentes. La evidencia salta a la vista: apenas son las 4 de la tarde y las playeras de Pixies ya s agotaron.
“¡Estoy frenética! ‘Where is My Mind?’ es como mi canción favorita de la vida” me dice una chava en la larguísima fila de entrada al Autódromo de los Hermanos Rodríguez. “También me laten un buen James, Interpol y Regina Spektor, pero vengo más por Pixies” me dice y todo su grupo de amigos muestra su acuerdo cantando un pedazo de “Where is My Mind?” para mi grabadora.
Si algo hace especial este festival es que, al fin, después de 20 años de espera los Pixies tocan en México por primera vez. Pixies es la banda para la que se inventó el término ‘rock alternativo’, o sea que casi todos los que estamos aquí nos sentimos en deuda perpetua. Es como si ellos nos hubieran inventado. Al menos inventaron el ruido que nos gusta y eso basta.
¡Cuántas bandas, cuánta banda!
De los festivales de rock se dicen muchas cosas: que le ahorran dinero a todo mundo, organizadores y fans, que son la oportunidad de conocer a nuevas bandas, que los propios rockeros los prefieren…
Diré esto: ¡qué incómodos son los malditos festivales! Tan cómodo que es ir a un concierto en una sala con buena acústica donde los baños no son letrinas portátiles ni tienes que esperar horas a escuchar a tu grupo favorito.
Quizá es que ahora el fanático del rock tiene mayor capacidad de atención, pero a mi cuesta trabajo ir de aquí a allá y ponerme en sintonía con Furland, Chikita Violenta y James para después estar lista para Interpol y de ahí a Pixies. Me gustan más los conciertos “a la antigüita”.
“No seas cascarrabias”, se dice la cronista cuando tiene que hacer media hora de fila para comprar unas palomitas. Del coraje pasó a la curiosidad cuando allá a lo lejos escucho unos beats. Renuncio a mi snack (y de plano a tratar de conseguir algo de comer) y voy a ellos.
En el Corona Capital hay tres escenarios. Las atracciones están equitativamente repartidas entre los dos principales. El tercero está perdido al fondo y allá están los electrónicos (a la música electrónica siempre la mandan al rincón) y las bandas más jóvenes. En ese escenario descubro a Foals, excelente banda inglesa de pop electrónico, y a los españoles de Triángulo de Amor Bizarro, rock indie muy escuchable.
La luna matadora y las bocinas asesinas
Empieza a caer la tarde. Mientras en uno de los escenarios terminan los ligeramente interesantes White Lies, me acerco al otro: el crepúsculo recibe a Regina Spektor. Spektor se acomoda en su piano y prueba el sonido de su micrófono. ¿Qué no se supone que eso se hace antes? En fin, estamos listos para entrar en los sofisticados sonidos de su música y… ¡No se oye! ¡Nada! De repente se oye el piano, luego nada más se oye la voz. Es horrible.
Y, horror de horrores, es en este escenario en el que cerrarán los Pixies. Como no puedo acercarme mucho al escenario, renuncio a Regina Spektor y mejor me preparo para escuchar a Echo & The Bunnymen en el segundo escenario.
¡Qué diferencia! Dios bendiga a los ingenieros de sonido de este lado (¿no podrían ir a ayudar a los del otro lado? Vamos, son solo 500 metros).
Los veteranos de mil batallas de Echo & The Bunnymen se echan un show que ya quisiera cualquier banda juvenil para un viernes. Ian McCulloch, el vocalista, y Will Sergeant, guitarrista, han tocado juntos durante casi 30 años. Se nota: alcanzan el pináculo de sincronía rockera. Justo cuando asoma una luna nueva preciosa, McCulloch se dirigió a la audiencia: “This is the best bloody song I’ve ever written” (Hell, he’s right!). “The Killing Moon” por fin me metió en flujo. Échenme lo que sea.
Bueno, no cantemos victoria: James ve opacada su gran actuación de nuevo por las bocinas del escenario principal. El problema es tan notorio que Tim Booth, vocalista, va y le pega un par de gritos al ingeniero de sonido. El regaño no sirve: “She’s a Star” suena como si saliera de una estación AM mal sintonizada en un radio sin pilas. Que no se diga que los de James se arredran con facilidad. Pésimo sonido y todo, convierten el Corona en una fiesta con “Say Somenthing” y “Laid”.
Y la noche mejora.
De hadas, duendes y reyes
Si alguno de los participantes esta noche le roba público a Pixies es sin duda Interpol. Los neoyorquinos lidereados por Paul Banks (¿alguien se ha fijado en que es igualito a David Bowie?) tienen miles de seguidores entre los asistentes.
Cuando aparecen la ovación es espectacular. Banks, que vivió en México, se dirige en buen español a su público. “Qué bueno es estar en México” dice. Un muchacho a mis espaldas dice: “Qué bueno es que vengan, cabrón” (el tipo está muy emocionado, ya verán).
Sin duda Interpol es uno de los mejores grupos que nos ha dejado la década. Elegante, inteligente, pegajoso sin ser bobalicón: es rock alternativo de la mejor catadura. Cuando tocan “C’mere” uno piensa en Joy Division y también en New Order. Son unos príncipes.
La ovación es absoluta cuando se oye el famoso riff de “Evil”, su canción más famosa. El chavo a mis espaldas le dice a su acompañante: “Güey, estoy teniendo un orgasmo en seco” (les dije que estaba emocionado).
Algo debo decir sobre la organización del Corona: qué puntualidad. Todo comenzó a la hora anunciada. Tan, pero tan puntuales que algunas bandas se encimaron. Y eso le pasó a Interpol. Mientras Paul Banks se despedía, ya todos nos habíamos cambiado de escenario para esperar a los Pixies.
Hubo una pausa… y de pronto Interpol salió al que fue probablemente el encore más anticlimático de la historia del rock. Mientras los neoyorquinos tocaban “Take You on a Cruise”, una de sus piezas más finas, en el otro escenario el suelo retumbó con el alarido más emocionado de la noche: 50 mil personas le dan la bienvenida a Black Francis y compañía. ¡Pixies!
Qué mala pata. Los príncipes de Interpol convertidos en duendes por las hadas malignas. “Bone Machine” suena tan nueva y potente como si fuera 1988. Y la voz de Black Francis lo mismo.
Algo que otros ya han notado es la incapacidad de las grandes voces del rock para envejecer. No importa que Francis tenga 20 años (y treinta kilos) más, su voz es la misma de aquel muchachito bostoniano que creó un sonido inclasificable.
¿A qué género pertenece la carcajada de “Debaser”? ¿La locura de “Vamos”? ¿La melodía cortada de “Here Comes Your Man”?
Kim Deal, la bajista, se divirtió mucho hablándole en español al público. Cuando llega la hora de despedirse, después de que todos cantáramos “Where Is My Mind?” y “Gigantic”, Kim dice: “Bueno, yo ya me voy a dormir. No sé qué hagas tú, Charles” (Charles es el verdadero nombre de Francis).
Los Pixies se presentarán el domingo y el lunes en el Teatro Metropólitan, pero lo de hoy ha sido imponente. Quizá los Pixies hayan nacido como hadas traviesas. Pero hoy son los reyes: se coronaron en el Corona.
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